Mi madre era bordadora. Bordaba para las casas distinguidas y familias de bien.
Esas que lo quieren todo perfecto, cueste lo que cueste (aunque discutan y no les guste pagar lo que realmente cuesta...).
Era esa época en que se estilaban las sábanas bordadas con las iniciales, con festones o puntillas. Pañuelos de caballero y batas de colegio.
No estoy segura que se siga haciendo... creo que los pañuelos de papel acabaron con los de hilo doblados, planchados y perfumados, las fundas nórdicas con las sábanas perfectas y
las batas de colegio con el adhesivo ese que mandas a imprimir, bueno, yo se las pinto con su nombre a brochazo limpio, total... es la bata de plástica! :-)
Y nunca me puse a bordar, pero conozco cada paso que se debe hacer. Me pasaba horas y horas sentada a su lado observando. Con el sonido de la máquina a pedal.
Coordinación, pulso, destreza y paciencia, mucha paciencia. La perfección en el bordado requiere eso. Eso, y tener el don, y mi madre lo tenía.
Y cuando enfermó, ya no podía bordar. Y yo no conseguía abrazar el sueño por la noche. Daba vueltas y más vueltas, y tenía un montón de pesadillas.
Día tras día.
Hasta que una noche, mi madre se levantó y se puso a bordar. La escuché desde mi habitación.
Y entre lágrimas me quedé dormida.
Necesitaba ese sonido. Era mi nana. Mi saber que todo estaba bien. Que mi madre no se moría. Que todo era una pesadilla, que la tendría siempre.
Madicken calentándose las manos heladas.
Tjøme, Noruega.
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