Yo sé nadar muy bien. Tengo una técnica excelente y mucha resistencia. Había de tenerla. De eso dependía mi salvación.
Soy de esa generación que te cosían caballitos de mar de colores en el bañador, según tu nivel.
Conseguí tres en un año.
Mi madre no estaba enterada de nada, y por mucho que le dijese que no me gustaba y que me desapuntara, ella insistía en que debía ir, tenía que aprender a nadar.
Tuve mala suerte. Cosas del momento y del lugar. Víctima colateral.
El monitor que me tocó, resultó ser un depravado sexual. Un monstruo, un canalla, un desalmado.
Por eso sé nadar tan bien. Porque no salía del agua. Nadaba piscinas y más piscinas, sin apenas tiempo para descansar.
Salir del agua significaban los tocamientos, los besos en la mejilla que acababan en sus labios cuando giraba la cara en el momento oportuno.
Así, tres días por semana.
Habíamos hecho un trato con mi madre. Estaría apuntada hasta que supiera nadar bien.
Tenía que nadar perfecto, más que perfecto. Y toda mi concentración se centraba en brazos y piernas, en la respiración.
Y mi trabajo dio sus frutos. Mi vida dio un giro inesperado. El monitor de los mayores se fijó en mi.
Se acercó al borde de la piscina, se agachó y esperó que llegase a la pared.
"Te gusta mucho nadar, no? quieres venir con los mayores? ya he hablado con tu profesor."
Y me giré a mirarle. Estaba de pie al otro extremo del carril. Mirándonos. Con el silbato en la boca.
Buceé hasta la escalerilla. No pude reprimir una sonrisa que cada vez se hacía más y más grande y sólo una frase me invadía:
"He ganado. HE GANADO!. H E G A N A D O !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!"
Yo sabía que mi madre me defendería si se lo hubiera explicado. Me hubiera apoyado, hubiera destrozado a aquél energúmeno. Me hubiera salvado.
Pero aún sabiéndolo, no le dije nunca nada.
Era pequeña, nueve o diez años. Una niña.
Y ellos lo saben, no sé cómo ni por qué lo saben, pero es así, saben que no diremos nada.
Al acabar mi primera clase con los mayores, no me tocó besar al monitor. Ni tampoco éste me puso la toalla encima mientras me acariciaba todo el cuerpo.
Ese monitor de los mayores se me acercó sonriente, me tendió la mano y me puso un caballito de mar verde en la palma de mi mano.
"Felicidades campeona!"
Esa frase tenía otro sentido para mí. Con nueve o diez años había ganado mi primera batalla.
Al salir, mi madre me esperaba allí, con su sonrisa habitual.
Le di el caballito de mar.
"Ahora ya sé nadar, mama. Ahora ya me puedes desapuntar".
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