Lo recuerdo perfectamente.
Ese día.
Llegamos al hospital en ambulancia. No sabíamos qué pasaba, qué iba a pasar...
Sólo que no entendíamos lo que decía. Qué todo el castillo, nuestro pilar, se había desmoronado.
Y entramos por el túnel de urgencias.
- qué le pasa, qué le pasa?!
Le implorábamos al doctor agarrándole del brazo mientras llorábamos desconsoladas.
-Primero las pruebas, esperad en la salita.
Al poco aparecieron tres doctores y nos explicaron.
La falta de plaquetas había hecho que el cerebro de mi madre se inundara de líquido. Por eso desvariaba, por eso toda frase que decía era inconexa y sin sentido.
Le harían una transfusión. Nos dejaban estar a su lado. Cogidas a su mano.
Y así estuvimos no sé cuántas horas.
Salíamos y entrábamos a que nos diera el aire por prescripción médica.
Fue ahí cuando la presión no pudo más. Y estallé.
Me hubiera reventado la cabeza contra la pared si mis hermanos no me hubieran sujetado.
Toda mi rabia, mi dolor, mi pena y mi ser se convirtieron en fuerza, y no podían conmigo.
Hasta que las enfermeras corrieron a administrarme algo.
Fue entonces cuando mi hermano les pidió que no me drogaran, que les dejasen a ellos lidiar con la situación.
Y abrazándonos todos, fuimos sentándonos en el suelo. Delante de decenas de miradas de pena.
Dolía ver esa imagen.
Al cabo de muchas, muchas horas, mi hermana mayor salió corriendo a la calle.
- la mama ya habla! pregunta por vosotras!
Y Marta y yo corrimos como si nos fuera la vida en ello. Sorteamos las personas por los pasillos, entre llantos y risas.
-mama, mama, mama!!!!!!
Y nos tiramos a la cama encima de ella.
-Cuidado, cuidado! nos decía mientras nos acariciaba las cabezas.
-mama... mama...
Y entraron los médicos. Me giré a mirar. Sonreían.
-Ya habla!!!!!! les dijimos Marta y yo.
Y esa sonrisa dulce, se convirtió en sonrisa de pena.
Y en un cuartito, lleno de medicinas y sábanas esterilizadas, nos contaron que la recuperación era pasajera. Fruto de la transfusión.
Que no se había curado. Que volvería a inundársele el cerebro, que volvería a perder la razón.
Nos dejaron unos minutos para decidir.
Decidimos ir a casa. Todos.
Allí era donde queríamos dar la peor recibida a la muerte.
Era allí donde queríamos mirarle a la cara y despreciarla.
Queríamos que viera allí a quién nos estaba robando.
Y ese día, víspera de mi cumpleaños, llegamos a casa.
Desde hacía un año, desde que se quedó paralítica, la cama de mi madre estaba en el comedor. En donde estábamos siempre.
Tiramos el sofá. No cabía todo.
Y no recuerdo mucho cómo fue la cosa. Pero alguno de mis hermanos me acercó un paquete.
- Felices 21 años! esto es de parte de todos.
Y no se permitía llorar, no estaba escrito en ningún sitio, era como un acuerdo "no verbal".
Y lo abrí. Era una óptica zoom. Un objetivo. Una lente fotográfica.
Y la monté en la cámara.
-Guau!!!!! es genial!!!!!!!! muchas gracias!!!!!! Mira mama!
Y le acerqué la cámara a su cara, porque no tenía fuerza para sujetarla.
- Como estás todo el día haciendo fotos..., te gusta?, me preguntó.
-Si me gusta?!?!?!?! me encanta!!!!!!
Y la abracé, la respiré, la besé.
Mi madre tenía un catéter por donde le suministrábamos los medicamentos y los calmantes.
La morfina se la tomaba en comprimidos.
Le suministramos lo que nos pidió.
Bajamos la cama ergonómica y apagamos algunas luces.
Hacía dos días que mi madre dormía. Ya no se despertó desde mi cumpleaños. Había entrado en coma.
Marta y yo teníamos los colchones en el suelo. Dormíamos allí, a su lado.
Y mirábamos un episodio de Doctor en Alaska. Los grabábamos para cuando teníamos el momento de verlos.
Nos relajaba, los solíamos ver con la mama. Las tres éramos unas fans totales del Dr. Fleishmann (bueno, yo más de Edd, el cinéfilo y Marta de Chris, el radiofonista).
Y allí estábamos las tres. Mis dos hermanos mayores se habían ido a descansar.
Y entonces pasó.
Se me fue parte del alma. Se esfumó.
Fue como si me vaciaran por dentro.
Un sentimiento de frío, de pavor.
-Apaga!, pasa algo!, le imploré asustada a mi hermana.
-Qué pasa?, me preguntó ella al instante que se levantaba para apagar la tele.
Y me levanté, directa a mi madre.
Ya no estaba.
Se había ido.
La muerte había entrado de puntillas.
Nos la había robado.
La odio.
Y eso fue lo que pasó hace hoy, exactamente, 20 años.
20 cumpleaños sin ella.
Y ahora, entenderéis por qué no me gusta mi cumpleaños.
Y también, por qué nunca he dejado de fotografiar.
Castillos de arena.
Moira y Madicken.
Tjøme, Noruega.
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